1) En el principio, el lugar
La preposición “en” sugiere que se trata de un lugar en donde el inconsciente puede alojarse, que se distingue de otros al que hacemos referencia, por ejemplo, cuando hablamos del inconsciente en la neurosis, en la mujer, en las psicosis…Cuando hablamos de los niños ese lugar toma como referencia primera y evidente el cuerpo, siendo la distinción más común aquella la referida a la edad y a la estatura, incluso cuando hacemos referencia a la responsabilidad jurídica, en cuyo caso se habla de “menores.” Por eso, si el título hubiese sido el inconsciente “de” los niños el sentido sería muy otro, la preposición “de” apuntaría a señalar la pertenencia, que sugeriría algo específico del inconsciente de los niños. Haría pensar en un rasgo privativo del conjunto que universalizaría la infancia y permitiría distinguir este inconsciente del de los adultos.
Debe haber una justificada razón por la que no se hace uso de la formulación como “el inconsciente en los adultos.” Quizás por ello Lacan prefería hablar de los “adulterados.” En su libro Mi enseñanza, Lacan comenta que sólo gracias al psicoanálisis consiguió desprenderse de la idiotización inducida por la escuela secundaria. Lo dice en medio de su reflexión crítica acerca de la cultura, a la que describe como aquello que “alivia de la función de pensar”. Lo que se denomina, por ejemplo, “movimiento cultural” tiene, en sus palabras, efectos de mezcla y homogenización. Desde este punto de vista, la cultura nos captura con lugares comunes, engulle y tritura todo “pensamiento con aristas” y nos empuja a comprender, a dar un sentido de inmediato. Nos vuelve perezosos. Por eso elogia Lacan la lógica, más precisamente, las lógicas llamadas débiles o inconsistentes, porque en ellas el pensamiento se vuelve interesante, al topar con imposibles, con indecidibles, con elementos que escapan a la lógica de la contradicción. No sólo eso, el pensamiento se vuelve tanto más atractivo cuando, además de resistir a nuestro empeño de aprehensión, nos revela nuestra condición de sujetos divididos, -una parte de nosotros mismos ignorada- y convoca nuestra responsabilidad también por esta dimensión. El psicoanálisis nos convoca a responder de nuestros pensamientos inconscientes, como ya lo formulado Freud en su texto La responsabilidad moral por el contenido de los sueños. Ser responsable de su inconsciente, de su modo de goce, es la invitación para volverse una persona mayor en este mundo cada vez más asolado por el infantilismo.
El inconsciente revela ser un conjunto de pensamientos singulares, rebeldes a la uniformidad, que se piensan tenazmente, que recorren una y otra vez las mismas vías, independientes de la voluntad y la conveniencia. El inconsciente en los niños responde a la misma lógica, supone una ubicación en un cuerpo singular, con un nombre singular. El niño es un analizante por entero reza el principio del CEREDA, en su experiencia analítica se le convoca a ser responsable de su decir en el peculiar diálogo analítico en el que el inconsciente será convocado a ex –sistir. Palabra que debe ser escrita como nos enseñó Lacan, con un guión que indica su paso a lo real, su traducción en la conducta. Los pensamientos, los de cada ser hablante, han surgido en la emergencia. Así lo dice Freud: “Intereses prácticos y no sólo teóricos ponen en marcha la investigación sexual infantil” La curiosidad, el interés por el saber trasunta una urgencia existencial, está destinado a encontrar una respuesta a la pregunta acerca del deseo en el cual, por el cual, hemos nacido. Un deseo no anónimo. En el principio, dice Lacan, está el lugar; y buscamos que pueda incluirse en el deseo del Otro, en el discurso del Otro. En cada encrucijada vital nos vemos obligados a encontrar las palabras que nos permitan orientarnos para mantenernos a flote, para no sucumbir. Sucumbir es fácil, decía Freud, pero nada enseña. Extraemos un saber de resistir, del conflicto, de la incomodidad.
2) El psicoanálisis es un discurso nuevo sobre el goce
Freud inaugura un saber nuevo sobre la subjetividad que toma en consideración los efectos del lenguaje en los cuerpos que hablan. Es una definición lacaniana del inconsciente: “el misterio de los cuerpos que hablan.” Fue escuchando a sus pacientes, y también concernido por lo que escuchaba, es decir, considerándose responsable y parte activa del diálogo que él había inaugurado sobre la causa de los síntomas, como llegó a considerar los síntomas como un jeroglífico, como un texto cifrado. Consiguió desentrañar su sentido ignorado a partir de suponer una causa sexual que habita en una zona incógnita de la subjetividad –y la llamó Otra escena- Pensamientos inconscientes, pensamientos no pensados pero articulados, ordenados en una lógica tan astuta como inaccesible a la consciencia, albergan la solución al malestar que de forma disfrazada se expresa en los síntomas. A través del análisis, del desciframiento, la forma de la neurosis adulta se vincula a la neurosis infantil. Entre ambas, la amnesia, la acción de la represión ha roto los enlaces, ha deformado el texto, lo ha adulterado. Por eso la extrañeza que despierta la infancia es análoga a la que despierta el inconsciente. Nuestra memoria continua se remonta a los años de aprendizaje de la escritura, de lo anterior sólo quedan algunas imágenes indelebles; algunos retazos, incomprensibles, “recuerdos encubridores.” Mediante al análisis se rescatan del tendencioso olvido que ha sepultado las vivencias que agitaron el alma infantil y cuya impronta sigue viva en la forma de lo que Freud denomina “el factor infantil”, el factor de goce, libidinal, cuya huella traumática no cesa de escribirse en el síntoma entendido, con Lacan, como un “acontecimiento del cuerpo.” Algunos autores se deslizaron rápidamente a una idea evolutiva, zanjaron lo incómodo del descubrimiento freudiano interpretándolo en términos de desarrollo. Pero no existe la libido infantil y la adulta, el goce ignora el día, la noche, las estaciones. Nada sabemos sobre la infancia sin la experiencia analítica; no es accesible a la observación, por eso, la infancia despierta hilaridad, indiferencia, desprecio, incomprensión, fascinación.
Si tomamos la definición de “factor” dejando de lado la intuitiva comprensión de la referencia al tiempo lineal, aparecen acepciones mucho más apropiadas para entender “lo infantil” en el discurso freudiano. Una de ellas lo identifica con el “hacedor”; es por tanto el principio activo, pulsional. Otra, derivada de su uso en matemáticas, asimila el factor a “cada una de las cantidades que se multiplican para formar un producto.” Si el síntoma es una formación del inconsciente, el factor infantil, es la sustancia libidinal, de goce, añadida a los pensamientos que forma parte de la producción sintomática.
3) La infancia: una solución existencial
Pero, ¿qué nos enferma? En palabras de Lacan: “En el nivel de la enfermedad, hay pensamiento que circula, (…) al punto que, y lo enuncia con un acento un tanto bíblico, se podría decir que las neurosis dependen estrechamente de la máxima: “Piensen unos en otros”. Sin saberlo, estamos enfermos de pensar en los otros, y ese pensamiento está encarnado. Ese es el verdadero misterio de la encarnación, el de nuestro inconsciente en nuestro cuerpo. Más aún, se trata de un pensamiento encarnado que no quiere aprehenderse como tal, porque de eso el sujeto no quiere saber nada. Tal es la definición de la represión: ante las exigencias de lo real, ante una determinada coyuntura vital, la represión es equivalente a un acto psíquico, a “un juicio que rechaza y escoge.” Es el gran enigma del inconsciente de cada uno, ¿por qué razón no se quiere saber nada de eso? ¿Por qué se prefiere olvidar?
Esos pensamientos no pensados, inconscientes, toman forma como “los pensamientos en los otros” que rigen nuestra conducta, son el resultado de nuestra experiencia de la infancia, el producto de nuestras “necesidades más humildes”, según a expresión de Lacan. Forman parte de nuestra solución personal a las exigencias de la vida. (Not des lebens freudiano) Son pues, respuestas existenciales que fuimos construyendo para poder avanzar. Esos pensamientos no pensados y encarnados forman nuestra tela significante, en la que nos sujetamos y en la que encontramos una satisfacción; aunque pueda estar teñida de displacer llegando incluso a ser nociva, nos aferramos a ella. No es de extrañar que Freud, una vez advertido de la importancia decisiva de los primeros años, confiese que le parece indigno dejar en manos del azar, de los accidentes, las razones de nuestro carácter. Asombrado, descubre en el juego de su nieto de 19 meses, la sutil lógica en la que se asienta el deseo de separación del pequeño, una vez experimentada la ausencia del Otro. Así adviene la primer conquista del ser hablante, gracias al apoyo del par significante (fort- da, ahora está-ahora no) y de una bobina, un objeto, el niño avanza en el “espacio de encantamiento” que supone el mundo más allá de la cuna. Freud supo captar la enorme trascendencia de ese juego inventado por el pequeño y Lacan le dio toda su relevancia al extraer el primer logro vital surgido en la angustia. Ese asombro es el que deberíamos mantener ante la palabra de los niños, ante lo original que sucede en la infancia.
4) “Son ellos los que saben”
En su texto El niño y el saber , dice Miller que “niño” es el nombre que se otorga al sujeto en la medida en que está abocado a la enseñanza bajo las especies de la educación. El discurso del amo le impone una ablación de goce, una renuncia a la satisfacción de las pulsiones para que el niño pueda recibir marcas de identidad que el Otro le ofrece. El niño deberá consentir a esta pérdida. El psicoanálisis considera que el saber de los niños es auténtico y merece ser respetado. En el discurso analítico el niño es considerado un ser de saber, no sólo un ser de goce. Los niños saben mucho más de lo que los adultos suponen:
-Acerca del lenguaje. En ocasión de una entrevista conjunta con una madre y Sergio, su hijo de cinco años, empeñada ella en corregirle sus errores gramaticales, sus sentidos inapropiados, el niño buscó en una caja de juguetes, encontró una pieza con un símbolo que reconoció de inmediato y exclamó: “ah, esto pertenece a la serie Lazytown. Es emblemático!”
-Acerca de los secretos de familia. Ivan, de nueve años, padecía unas fobias de tal virulencia que llegó a negarse a ir a clase. Poco a poco iría confiando a su analista que cada acción en el interior de su casa estaba balizada por fobias que tomaban nombres distintos. Las más terroríficas surgían en el pasillo que lleva al dormitorio de sus padres. Demasiado prendado de su mujer el padre, demasiado ardiente ella. El niño era su complemento narcisista, envueltos en un constante abrazo que provocaba las quejas del padre impotente para distraerles de esa mutua captura.
-Acerca del deseo de los padres, aunque más no sea por el hecho de ser su síntoma. Así Elisa, una niña de once años atormentada por terribles obsesiones, -entre las más dolorosas, el pensamiento de que sus padres pudieran morir-, llegaría a confesar que ella quiere mucho más a su madre que a su padre, a quien le ve todas las fallas. Por eso intenta estar más tiempo con él, ponerse a su lado, para que él no lo advierta. Formación reactiva, le llamó Freud.
-En fin, concluye Miller, los niños tampoco se engañan acerca del carácter de semblante de ciertos saberes, del halo de ignorancia que los rodea, y en donde ellos encuentran su apoyo. Rubén, de ocho, pediría hablar en la sesión, de las mentiras del gobierno, de lo poco que se preocupan de las personas que necesitan trabajo. Quería asegurarse de que su opinión importa, de que merece ser escuchado.
De más está decir la lucidez con la que captan entre sus maestros y profesores quiénes se preocupan verdaderamente por los niños, por enseñar, y quiénes se aprovechan de su dominio para violentar a los alumnos.
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La palabra de cada uno
Uno de los principios fundamentales de la práctica psicoanalítica es acoger las diferencias subjetivas considerando a cada quien, uno por uno, en su singularidad. Y ello con el fin de que cada uno encuentre su manera de decir, su enunciación personal. Lo que llamamos “estilo”, es el color de la palabra, depende de ese lugar desde donde se habla. Difiere del rol, que puede aprenderse y repetirse; y de los enunciados, del conjunto de lo que se dice.
Ese lugar desde donde hablamos se traduce por una manera de decir, y por lo tanto, por una manera de escuchar.
El lugar desde donde se habla es lo que llamamos “posición subjetiva” y es convocada cuando debemos pronunciarnos ante las cosas importantes en la vida, las cosas en las que nos comprometemos y en las que encontramos una satisfacción.
Desde ese lugar de la palabra pueden surgir auténticos actos de palabra. Un acto es algo muy distinto de un comportamiento. Hanna Arendt, en los años 60, anticipaba lo peor si prosperaba la psicología de la conducta, porque pensaba que ello traería como consecuencia la supresión de las diferencias personales, aquellas que hacen los actos memorables, ejemplares, dignos de ser recordados.
El psicoanálisis nos enseña que la matriz de ese lugar desde donde hablamos se ha forjado a partir de lo que Lacan llama “nuestras necesidades más humildes” durante nuestra experiencia de la infancia. Formamos parte del mundo y de su murmullo constante, de su incesante blablá. Nada nos garantiza que podamos, que sepamos en todo momento hablar desde ese lugar genuino.
Psicoanalizarse enseña a asumir el riesgo de ese lugar, consintiendo al vértigo que supone la ausencia de garantías, cada cual habla en su nombre y además, nada nos asegura que sepamos hacerlo en cada momento. Aunque, por eso mismo, cuando acontece, nos reporta, en términos de Virginio Baio, la alegría del acto ético.
Ese es el lugar que conviene cuando recibimos un jovencito o jovencita en nuestra consulta, el lugar que le otorga la posibilidad de ocupar el suyo, su lugar auténtico en la palabra, su decir propio, que tiene que ir conformándose en el enfrentamiento a poderosas fuerzas: Por una parte, los discursos de los adultos; por otro, la palabra de sus pares y, por último, lo que acontece en su cuerpo. No nos extrañe que se despiste a veces, en el abanico de posibles donde busca probar y probarse a sí mismo que es real, que lo que está viviendo no es un sueño. Por eso Lacan, contrario a toda visión romántica, vinculaba esta época de la vida al despertar. Porque es un momento de encuentro con un imposible, con un límite de la estructura en lo relativo a la sexualidad. (Si pensamos que todo es posible andamos extraviados.) Lacan decía, respecto a las ficciones que prohíben el goce que, si no existieran, habría que inventarlas. Y ello en la medida en que las prohibiciones prefiguran el lugar de lo imposible que salvaguarda el deseo.
Lacan definía al adulto como aquél responsable de su goce, es decir, de las consecuencias de sus actos y palabras. Ironizaba al considerar que, en su mayoría, los adultos se presentan como adulterados.
En el intercambio con los jóvenes, en nuestra necesaria conversación, es importante respetar la disimetría entre adultos y adolescentes. Los jóvenes de hoy tienen un radar muy sensible a la impostura y no actúan como antaño, rebelándose, denunciándola. Se callan, renuncian, lo dan por perdido, se repliegan en un moroso abatimiento.
Nos corresponde a nosotros aclararnos y esforzarnos en ocupar el lugar que conviene para ayudarles en la ardua tarea de afianzar su decir, su manera singular de enfrentarse a la existencia. Cada ser que llega a este mundo debe recorrer ese camino y cada uno representa una experiencia inédita. Así se desprende de lo que dice el poeta Xavier Lete, en una hermosa canción de Miquel Laboa.
Izaren Hautza
El polvo de las estrellas se convirtió un día
En germen de vida
Y de él surgimos nosotros en algún momento
Y así vivimos, creando y recreando nuestro ámbito.
Sin descanso. Trabajando pervivimos
Y a esa dura cadena estamos atados.
(…)
El hombre (…)
Busca afanosamente la sabiduría y la luz
Y en esa búsqueda no conoce el descanso
Se orienta por sendas oscuras
Y va inventando nuevas leyes,
Jugándose en ello la vida.
(…)
Del mismo tronco del que nacimos nosotros
Nacerán otras ramas jóvenes que continuarán la lucha.
(…)
Por la fuerza y evidencia de los hechos
Convertirán en fecunda y racional realidad
Lo que en nosotros es sueño y deseo.
¡Qué bueno sería un encuentro de adultos y jóvenes para comentar este precioso poema!
En el principio era el verbo
Sí, para cada uno de nosotros, seres hablantes, al principio de nuestros días, el verbo estaba ahí…y era del Otro. A cada uno de nosotros, seres hablantes, nos fue instilado el lenguaje, gota a gota, por nuestros próximos. Es bien sabida la importancia que tiene para nuestra subjetividad que los otros, nuestros próximos, no sean anónimos. Que en aquellos que nos arrojaron al mundo, hayamos podido reconocer un deseo, con nombre y apellido, de participar en nuestro principio. Cada uno de nosotros atrapó, por la inmersión en las turbias aguas del incesante parloteo que llamamos humanidad, algunas ramitas para mantenerse a flote en este dicharachero ambiente de deseo, sentido, imperativos, gritos y susurros.
En cada uno de nosotros se ha reiterado el ensayo de la experiencia singular de nacer a la vida como alguien que puede decir “yo”. Cada uno de nosotros proviene de las necesidades más humildes, y desde el más absoluto desamparo va afianzándose en la vida, tratando de apropiarse del Verbo del Otro para ser, nosotros, cada uno, Verbo, y cada uno, uno. Lacan no dejaba de manifestar su asombro ante el desconocimiento manifiesto de esta realidad tan evidente.
En el verbo se conjuga el pronombre y la acción de la gramática libidinal: gracias al verbo nos hacemos oír, llevando a ratos, la voz cantante, cuando en realidad, somos siervos de un discurso cuyo alcance ignoramos. Gracias al verbo nos hacemos ver, porque al ser vistos nuestra imagen se distingue y podemos reconocerla como propia. Gracias al verbo obtenemos, al ser escuchados y por ser vistos, una ignota satisfacción que nos otorga un cuerpo y con ello, el movimiento.
En algunos de nosotros, los llamados autistas, el Verbo se congela. Ellos, los autistas no se hacen ver ni oír. Ellos, los autistas, temen y tiemblan ante la voz y la mirada que se añade al Verbo del Otro. Ellos no hacen uso del verbo para ser en el decir, para reclamar su lugar e imponerse. Ellos se refugian en el silencio o profieren parrafadas sin sentido, ecos, retazos sin enunciación. ¿por qué han renunciado al placer del sentido? ¿Por qué se niegan a la vida en el Verbo refugiándose en enigmáticas estereotipias?
Insondable decisión del ser, el suyo es un trabajo extremo de defensa ante la angustia inconmensurable que se desprende de estar privado del Verbo y, con ello, del aquí y allí, del mañana y el pasado, del yo y el tú, de lo que distingue lo mío y lo ajeno, de las alegrías y penas que nos aportan las palabras.
Debido a esa precariedad son presa fácil de la ferocidad evaluadora que dictamina valores deficitarios en su rasero estadístico, mortificante e inclemente. Cuando algunos se rebelan a sus autoritarios dictámenes y, en su desesperación, aúllan o se agitan, hiperactivos, se les aplica el recurso a la diosa Química.
La vida en el Verbo, la diversidad inmensa de la humanidad hablante nada importa a los cautivos en el atractivo hipnótico del adjetivo “científico”. Ellos sirven voluntariamente al mercadeo que todo lo intoxica con su lenguaje de gestión, y la mano no les tiembla al firmar sus condenas: “incurable”. Ellos han sido eximidos de la responsabilidad que requiere el Verbo. Su garantía son las imágenes del cerebro, los cargos, las acreditaciones universitarias, los fármacos. Siervos de un discurso ciego y embrutecido se envalentonan llegando a despreciar el saber acumulado durante veinte siglos de pensamiento ético y político, de clínica, lógica y literatura. La prensa garantiza su supervivencia con monótona insistencia.
Ellos pregonan que el complejo dramatismo de la vida humana se reduce a conductas cuyas pruebas fueron arrancadas a las ratas. Pero el animal, preso en la Necesidad, puede y, de hecho, prescinde de la lógica. En cambio, el ser hablante la precisa aunque la ignore, para orientarse en el Verbo y conseguir tejer, con los hilos de deseo, la Vida. Servir al discurso freudiano supone haber renunciado a la idea de Voluntad en pos de elegir amarrarse y someterse a su lógica, que coloca en su debido lugar la Causa, la causa del decir, que es la causa del deseo. Desde allí, invitamos a los autistas a servirse del Verbo, a advenir al ser una vez vencidas en nosotros las tentaciones autoritarias, las mismas que exigen nuestro sacrificio a dioses oscuros.
Y los padres también
La evaluación: dictak ciego
He visto a padres atemorizados, avergonzados, desesperados. Les he visto abatidos, traumatizados por un diagnóstico que temen como a un destino inexorable, decepcionados por tratamientos incomprendidos, agotados por infructuosas búsquedas y evaluaciones, frustrados por el escaso resultado de pautas, consignas y programas de habilidades.
Pero, sobre todo, les he visto tristes, por desconocer la razón por la cual su función de padres había quedado truncada y un abismo les separaba de su hija, de su hijo, a pesar de todos los esfuerzos.
Con muchos de ellos hemos afrontado juntos un camino arduo, a sabiendas de las dificultades que nos esperaban. A veces es necesario luchar a brazo partido. Lo hemos hecho. Y también hemos disfrutado de los logros y alegrías por las sorpresas de las conquistas, que insuflaban nuevos ánimos para seguir en la orientación que aporta el saber del psicoanálisis, el único saber que toma en cuenta el sujeto en su particularidad.
Lacan no dudó en calificar el ímpetu que se deriva del descubrimiento de Freud de fuerza revolucionaria. No se equivocaba: de la misma manera que Philippe Pinel consiguió liberar a los desgraciados enfermos mentales de las horribles cadenas que les impedían hasta la mínima dignidad del movimiento, tenemos que luchar hoy contra unas cadenas, no menos espantosas, por ser invisibles. Son las modernas cadenas que atan y someten a los “a-normales” a los dictados ciegos de la ideología de la evaluación, y que consiguen provocar la sugestión y el espanto, amparados en consignas sobre genética, biología, neuronas y tutti quanti.
El psicoanálisis nos da la convicción y la fuerza para levantarnos y hacer oír nuestras voces junto a todos aquellos que la recuperan con nosotros, día a día, en un trabajo tan digno como discreto: Cada día, un poquito más de libertad, unos pasos más para afianzarse en un mundo cada vez más hostil a la singularidad, a lo que Lacan gustaba llamar las infinitas formas que presenta la adaptación a lo real, la infinita variedad y colorido de nuestras, sin embargo, precarias existencias.
El derecho a esconderse
Cuando el padre de Germán, de ocho años, recurrió a mí no era incauto: ya había visitado un centro especializado en Asperger. Ilustrado, de mentalidad cartesiana, dudaba de la cientificidad del psicoanálisis. Su hijo, un prodigio en lenguas, matemáticas, historia, música, se mostraba absolutamente asocial desde pequeño. Los chicos lo atacaban y vilipendiaban y los profesores se hartaban de sus infantilismos y rarezas. Germán tenía un sistema propio para aprender y se mostraba inflexible ante los intentos de conducirle por la senda común. No comprendía el empeño en que renunciara a sus originales sistemas si sus resultados eran correctos. En el encuentro que mantuvimos entonces Germán se mostró afable y tranquilo. Impasible y educado, me informó sobre algunas de sus singulares capacidades.
Confrontados a la elección, sus padres decidieron la opción terapéutica “científica” a fin de potenciar sus habilidades sociales, confiando en que la causa del desarreglo estuviera en los neurotransmisores y pudiera corregirse con recompensas y castigos. Años después, volvieron a llamarme, a los nulos resultados de la terapia se sumaba el pasaje inevitable de la pubertad que amenazaba con socavar sus sólidos pilares intelectuales. Estaba agitado, hiperactivo, ya no se concentraba como antes y los extraordinarios resultados caían en picado.
En casa, las estereotipias arreciaban y privarle de su maquinita de videojuegos era al precio de la furia y la desesperación. En el colegio se quejaban de su comportamiento y aunque los profesores seguían reconociendo sus extraordinarias dotes, la situación se tornaba insostenible con quejas, amenazas y amonestaciones.
En sus sesiones fue desgranando sus múltiples intereses. También exploraba las fallas del sistema educativo, su irracionalidad, deplorando los caprichos de los adultos. Con lucidez detectaba en ellos los signos de lo que Lacan calificó su “adulteración”. El don de la palabra en el marco de las sesiones se tradujo en la mejora de su comportamiento en clase y en una notable pacificación. Con frecuencia me reunía con sus padres, especialmente con su padre, principal referente de Germán, escéptico y disgustado por la insensatez de una mente tan brillante. Creía que, igual que sus padres, estudiantes brillantísimos, su hijo debía pasar sin mácula por la vida académica. Pensaba que si no lo conseguía era debido a alguna falla en la sinapsis, o a su falta de esfuerzo. Poco a poco fue cambiando la mirada vigilante, escrutadora de los padres que se volvieron más tolerantes y tranquilos.
Entretanto, Germán obtuvo un espacio opaco a la mirada de sus padres, un territorio íntimo que ellos aprendieron a respetar, admitiendo ciertas mentirijillas, haciendo la vista gorda frente a “cosas de chavales”. Cuando comprendieron la razón de su falta de atención en clase advino la convicción de que estábamos en la buena vía: Germán “desconectaba” porque las lecciones no eran estimulantes. Intentaba por todos los medios quedarse quieto pero no lo conseguía, entonces su angustia crecía y surgían movimientos para calmarse. Este descubrimiento marcó un antes y un después: la falla no recaía sobre su hijo sino en la evaluación de la clase que no contemplaba su excepcionalidad, sino que, al contrario, la repudiaba. El resultado del cambio de perspectiva de un trabajo en el que participaron los adultos implicados fue que la vida familiar y escolar se fue normalizando, eso sí, a partir del reconocimiento y el respeto de la particularidad de Germán. En estos momentos están elaborando juntos el diseño de un futuro universitario a la altura de su talento fuera de lo común.
Freud nos ha enseñado que debemos ser muy cuidadosos con la acusación y revelación de las mentiras infantiles puesto que ellas tienen su origen en “enérgicos motivos del alma infantil”. Lacan, en la misma línea, nos enseñó que cuando el niño dice el perro hace “miau” y el gato “guau” inicia el uso de la metáfora. De ahí su disgusto ante la corrección pedagógica por parte de los adultos: no se trata de un error, al pequeño le produce regocijo usar las palabras más allá de su sentido comúnmente aceptado. Freud llamó a este goce de las palabras, principio del placer. Gracias a este uso del lenguaje aprendemos a escondernos, a no ser transparentes, a tener un deseo incógnito: en el “mentir” respecto de la realidad radica la potencialidad creadora de las palabras, cuna de la poesía y de las invenciones.
Para una educación freudiana
En nuestro trabajo con los autistas, verificamos la alegría que trae consigo el restablecimiento del lazo entre padres e hijos, el gusto que conlleva el poder continuar con su labor simbólica de educación. En un momento dado ésta se ha interrumpido y los padres no consiguen realizar su función más elevada, la de atemperar en sus hijos el desamparo consustancial al ser humano. Este tiene dos aspectos, uno exterior, que determina la necesidad de alimento y cobijo y otro, “interior”, vinculado a las angustias que produce el parásito que introduce el lenguaje en el ser hablante: una tendencia incomprensible a la destrucción, a atacarnos nosotros mismos que Freud llamó pulsión de muerte. Y que contraviene el principio del placer, la vida. Más precisamente, la vida consiste en la lucha que cada uno de nosotros, humanos, hablantes, libra, contra esta tendencia, día tras día. Respecto a esta fuerza, tan íntima como ignota, lo que los padres pueden hacer es limitado. Sin embargo, en lo que consiguen hacer radica su fuerza moral y su transmisión: en ello cobran sentido los signos de amor, y en éstos se asienta la eficacia de la educación. Cuando esos signos no se perciben, y cuando, por no percibirse escasean, o enmudecen, un autismo afecta a la relación del niño con sus padres y la noble función educativa se interrumpe, se malogra.
El recorrido que hacemos con los padres que admiten manifestarse concernidos por estas dificultades se hace posible por el derecho que conceden a sus hijos a poder engañarles un poco, el derecho que les otorgan a esconderse, a no ser transparentes. Y ello en la medida en que aceptan, en lo íntimo de ellos mismos, una zona opaca a la mirada de la evaluación, no evidente, que Freud llamó inconsciente y cuyo reconocimiento nos cambia la vida, que se vuelve entonces más humilde y humana, pero también, más eficaz e interesante.