1) En el principio, el lugar
La preposición “en” sugiere que se trata de un lugar en donde el inconsciente puede alojarse, que se distingue de otros al que hacemos referencia, por ejemplo, cuando hablamos del inconsciente en la neurosis, en la mujer, en las psicosis…Cuando hablamos de los niños ese lugar toma como referencia primera y evidente el cuerpo, siendo la distinción más común aquella la referida a la edad y a la estatura, incluso cuando hacemos referencia a la responsabilidad jurídica, en cuyo caso se habla de “menores.” Por eso, si el título hubiese sido el inconsciente “de” los niños el sentido sería muy otro, la preposición “de” apuntaría a señalar la pertenencia, que sugeriría algo específico del inconsciente de los niños. Haría pensar en un rasgo privativo del conjunto que universalizaría la infancia y permitiría distinguir este inconsciente del de los adultos.
Debe haber una justificada razón por la que no se hace uso de la formulación como “el inconsciente en los adultos.” Quizás por ello Lacan prefería hablar de los “adulterados.” En su libro Mi enseñanza, Lacan comenta que sólo gracias al psicoanálisis consiguió desprenderse de la idiotización inducida por la escuela secundaria. Lo dice en medio de su reflexión crítica acerca de la cultura, a la que describe como aquello que “alivia de la función de pensar”. Lo que se denomina, por ejemplo, “movimiento cultural” tiene, en sus palabras, efectos de mezcla y homogenización. Desde este punto de vista, la cultura nos captura con lugares comunes, engulle y tritura todo “pensamiento con aristas” y nos empuja a comprender, a dar un sentido de inmediato. Nos vuelve perezosos. Por eso elogia Lacan la lógica, más precisamente, las lógicas llamadas débiles o inconsistentes, porque en ellas el pensamiento se vuelve interesante, al topar con imposibles, con indecidibles, con elementos que escapan a la lógica de la contradicción. No sólo eso, el pensamiento se vuelve tanto más atractivo cuando, además de resistir a nuestro empeño de aprehensión, nos revela nuestra condición de sujetos divididos, -una parte de nosotros mismos ignorada- y convoca nuestra responsabilidad también por esta dimensión. El psicoanálisis nos convoca a responder de nuestros pensamientos inconscientes, como ya lo formulado Freud en su texto La responsabilidad moral por el contenido de los sueños. Ser responsable de su inconsciente, de su modo de goce, es la invitación para volverse una persona mayor en este mundo cada vez más asolado por el infantilismo.
El inconsciente revela ser un conjunto de pensamientos singulares, rebeldes a la uniformidad, que se piensan tenazmente, que recorren una y otra vez las mismas vías, independientes de la voluntad y la conveniencia. El inconsciente en los niños responde a la misma lógica, supone una ubicación en un cuerpo singular, con un nombre singular. El niño es un analizante por entero reza el principio del CEREDA, en su experiencia analítica se le convoca a ser responsable de su decir en el peculiar diálogo analítico en el que el inconsciente será convocado a ex –sistir. Palabra que debe ser escrita como nos enseñó Lacan, con un guión que indica su paso a lo real, su traducción en la conducta. Los pensamientos, los de cada ser hablante, han surgido en la emergencia. Así lo dice Freud: “Intereses prácticos y no sólo teóricos ponen en marcha la investigación sexual infantil” La curiosidad, el interés por el saber trasunta una urgencia existencial, está destinado a encontrar una respuesta a la pregunta acerca del deseo en el cual, por el cual, hemos nacido. Un deseo no anónimo. En el principio, dice Lacan, está el lugar; y buscamos que pueda incluirse en el deseo del Otro, en el discurso del Otro. En cada encrucijada vital nos vemos obligados a encontrar las palabras que nos permitan orientarnos para mantenernos a flote, para no sucumbir. Sucumbir es fácil, decía Freud, pero nada enseña. Extraemos un saber de resistir, del conflicto, de la incomodidad.
2) El psicoanálisis es un discurso nuevo sobre el goce
Freud inaugura un saber nuevo sobre la subjetividad que toma en consideración los efectos del lenguaje en los cuerpos que hablan. Es una definición lacaniana del inconsciente: “el misterio de los cuerpos que hablan.” Fue escuchando a sus pacientes, y también concernido por lo que escuchaba, es decir, considerándose responsable y parte activa del diálogo que él había inaugurado sobre la causa de los síntomas, como llegó a considerar los síntomas como un jeroglífico, como un texto cifrado. Consiguió desentrañar su sentido ignorado a partir de suponer una causa sexual que habita en una zona incógnita de la subjetividad –y la llamó Otra escena- Pensamientos inconscientes, pensamientos no pensados pero articulados, ordenados en una lógica tan astuta como inaccesible a la consciencia, albergan la solución al malestar que de forma disfrazada se expresa en los síntomas. A través del análisis, del desciframiento, la forma de la neurosis adulta se vincula a la neurosis infantil. Entre ambas, la amnesia, la acción de la represión ha roto los enlaces, ha deformado el texto, lo ha adulterado. Por eso la extrañeza que despierta la infancia es análoga a la que despierta el inconsciente. Nuestra memoria continua se remonta a los años de aprendizaje de la escritura, de lo anterior sólo quedan algunas imágenes indelebles; algunos retazos, incomprensibles, “recuerdos encubridores.” Mediante al análisis se rescatan del tendencioso olvido que ha sepultado las vivencias que agitaron el alma infantil y cuya impronta sigue viva en la forma de lo que Freud denomina “el factor infantil”, el factor de goce, libidinal, cuya huella traumática no cesa de escribirse en el síntoma entendido, con Lacan, como un “acontecimiento del cuerpo.” Algunos autores se deslizaron rápidamente a una idea evolutiva, zanjaron lo incómodo del descubrimiento freudiano interpretándolo en términos de desarrollo. Pero no existe la libido infantil y la adulta, el goce ignora el día, la noche, las estaciones. Nada sabemos sobre la infancia sin la experiencia analítica; no es accesible a la observación, por eso, la infancia despierta hilaridad, indiferencia, desprecio, incomprensión, fascinación.
Si tomamos la definición de “factor” dejando de lado la intuitiva comprensión de la referencia al tiempo lineal, aparecen acepciones mucho más apropiadas para entender “lo infantil” en el discurso freudiano. Una de ellas lo identifica con el “hacedor”; es por tanto el principio activo, pulsional. Otra, derivada de su uso en matemáticas, asimila el factor a “cada una de las cantidades que se multiplican para formar un producto.” Si el síntoma es una formación del inconsciente, el factor infantil, es la sustancia libidinal, de goce, añadida a los pensamientos que forma parte de la producción sintomática.
3) La infancia: una solución existencial
Pero, ¿qué nos enferma? En palabras de Lacan: “En el nivel de la enfermedad, hay pensamiento que circula, (…) al punto que, y lo enuncia con un acento un tanto bíblico, se podría decir que las neurosis dependen estrechamente de la máxima: “Piensen unos en otros”. Sin saberlo, estamos enfermos de pensar en los otros, y ese pensamiento está encarnado. Ese es el verdadero misterio de la encarnación, el de nuestro inconsciente en nuestro cuerpo. Más aún, se trata de un pensamiento encarnado que no quiere aprehenderse como tal, porque de eso el sujeto no quiere saber nada. Tal es la definición de la represión: ante las exigencias de lo real, ante una determinada coyuntura vital, la represión es equivalente a un acto psíquico, a “un juicio que rechaza y escoge.” Es el gran enigma del inconsciente de cada uno, ¿por qué razón no se quiere saber nada de eso? ¿Por qué se prefiere olvidar?
Esos pensamientos no pensados, inconscientes, toman forma como “los pensamientos en los otros” que rigen nuestra conducta, son el resultado de nuestra experiencia de la infancia, el producto de nuestras “necesidades más humildes”, según a expresión de Lacan. Forman parte de nuestra solución personal a las exigencias de la vida. (Not des lebens freudiano) Son pues, respuestas existenciales que fuimos construyendo para poder avanzar. Esos pensamientos no pensados y encarnados forman nuestra tela significante, en la que nos sujetamos y en la que encontramos una satisfacción; aunque pueda estar teñida de displacer llegando incluso a ser nociva, nos aferramos a ella. No es de extrañar que Freud, una vez advertido de la importancia decisiva de los primeros años, confiese que le parece indigno dejar en manos del azar, de los accidentes, las razones de nuestro carácter. Asombrado, descubre en el juego de su nieto de 19 meses, la sutil lógica en la que se asienta el deseo de separación del pequeño, una vez experimentada la ausencia del Otro. Así adviene la primer conquista del ser hablante, gracias al apoyo del par significante (fort- da, ahora está-ahora no) y de una bobina, un objeto, el niño avanza en el “espacio de encantamiento” que supone el mundo más allá de la cuna. Freud supo captar la enorme trascendencia de ese juego inventado por el pequeño y Lacan le dio toda su relevancia al extraer el primer logro vital surgido en la angustia. Ese asombro es el que deberíamos mantener ante la palabra de los niños, ante lo original que sucede en la infancia.
4) “Son ellos los que saben”
En su texto El niño y el saber , dice Miller que “niño” es el nombre que se otorga al sujeto en la medida en que está abocado a la enseñanza bajo las especies de la educación. El discurso del amo le impone una ablación de goce, una renuncia a la satisfacción de las pulsiones para que el niño pueda recibir marcas de identidad que el Otro le ofrece. El niño deberá consentir a esta pérdida. El psicoanálisis considera que el saber de los niños es auténtico y merece ser respetado. En el discurso analítico el niño es considerado un ser de saber, no sólo un ser de goce. Los niños saben mucho más de lo que los adultos suponen:
-Acerca del lenguaje. En ocasión de una entrevista conjunta con una madre y Sergio, su hijo de cinco años, empeñada ella en corregirle sus errores gramaticales, sus sentidos inapropiados, el niño buscó en una caja de juguetes, encontró una pieza con un símbolo que reconoció de inmediato y exclamó: “ah, esto pertenece a la serie Lazytown. Es emblemático!”
-Acerca de los secretos de familia. Ivan, de nueve años, padecía unas fobias de tal virulencia que llegó a negarse a ir a clase. Poco a poco iría confiando a su analista que cada acción en el interior de su casa estaba balizada por fobias que tomaban nombres distintos. Las más terroríficas surgían en el pasillo que lleva al dormitorio de sus padres. Demasiado prendado de su mujer el padre, demasiado ardiente ella. El niño era su complemento narcisista, envueltos en un constante abrazo que provocaba las quejas del padre impotente para distraerles de esa mutua captura.
-Acerca del deseo de los padres, aunque más no sea por el hecho de ser su síntoma. Así Elisa, una niña de once años atormentada por terribles obsesiones, -entre las más dolorosas, el pensamiento de que sus padres pudieran morir-, llegaría a confesar que ella quiere mucho más a su madre que a su padre, a quien le ve todas las fallas. Por eso intenta estar más tiempo con él, ponerse a su lado, para que él no lo advierta. Formación reactiva, le llamó Freud.
-En fin, concluye Miller, los niños tampoco se engañan acerca del carácter de semblante de ciertos saberes, del halo de ignorancia que los rodea, y en donde ellos encuentran su apoyo. Rubén, de ocho, pediría hablar en la sesión, de las mentiras del gobierno, de lo poco que se preocupan de las personas que necesitan trabajo. Quería asegurarse de que su opinión importa, de que merece ser escuchado.
De más está decir la lucidez con la que captan entre sus maestros y profesores quiénes se preocupan verdaderamente por los niños, por enseñar, y quiénes se aprovechan de su dominio para violentar a los alumnos.