La evaluación: dictak ciego
He visto a padres atemorizados, avergonzados, desesperados. Les he visto abatidos, traumatizados por un diagnóstico que temen como a un destino inexorable, decepcionados por tratamientos incomprendidos, agotados por infructuosas búsquedas y evaluaciones, frustrados por el escaso resultado de pautas, consignas y programas de habilidades.
Pero, sobre todo, les he visto tristes, por desconocer la razón por la cual su función de padres había quedado truncada y un abismo les separaba de su hija, de su hijo, a pesar de todos los esfuerzos.
Con muchos de ellos hemos afrontado juntos un camino arduo, a sabiendas de las dificultades que nos esperaban. A veces es necesario luchar a brazo partido. Lo hemos hecho. Y también hemos disfrutado de los logros y alegrías por las sorpresas de las conquistas, que insuflaban nuevos ánimos para seguir en la orientación que aporta el saber del psicoanálisis, el único saber que toma en cuenta el sujeto en su particularidad.
Lacan no dudó en calificar el ímpetu que se deriva del descubrimiento de Freud de fuerza revolucionaria. No se equivocaba: de la misma manera que Philippe Pinel consiguió liberar a los desgraciados enfermos mentales de las horribles cadenas que les impedían hasta la mínima dignidad del movimiento, tenemos que luchar hoy contra unas cadenas, no menos espantosas, por ser invisibles. Son las modernas cadenas que atan y someten a los “a-normales” a los dictados ciegos de la ideología de la evaluación, y que consiguen provocar la sugestión y el espanto, amparados en consignas sobre genética, biología, neuronas y tutti quanti.
El psicoanálisis nos da la convicción y la fuerza para levantarnos y hacer oír nuestras voces junto a todos aquellos que la recuperan con nosotros, día a día, en un trabajo tan digno como discreto: Cada día, un poquito más de libertad, unos pasos más para afianzarse en un mundo cada vez más hostil a la singularidad, a lo que Lacan gustaba llamar las infinitas formas que presenta la adaptación a lo real, la infinita variedad y colorido de nuestras, sin embargo, precarias existencias.
El derecho a esconderse
Cuando el padre de Germán, de ocho años, recurrió a mí no era incauto: ya había visitado un centro especializado en Asperger. Ilustrado, de mentalidad cartesiana, dudaba de la cientificidad del psicoanálisis. Su hijo, un prodigio en lenguas, matemáticas, historia, música, se mostraba absolutamente asocial desde pequeño. Los chicos lo atacaban y vilipendiaban y los profesores se hartaban de sus infantilismos y rarezas. Germán tenía un sistema propio para aprender y se mostraba inflexible ante los intentos de conducirle por la senda común. No comprendía el empeño en que renunciara a sus originales sistemas si sus resultados eran correctos. En el encuentro que mantuvimos entonces Germán se mostró afable y tranquilo. Impasible y educado, me informó sobre algunas de sus singulares capacidades.
Confrontados a la elección, sus padres decidieron la opción terapéutica “científica” a fin de potenciar sus habilidades sociales, confiando en que la causa del desarreglo estuviera en los neurotransmisores y pudiera corregirse con recompensas y castigos. Años después, volvieron a llamarme, a los nulos resultados de la terapia se sumaba el pasaje inevitable de la pubertad que amenazaba con socavar sus sólidos pilares intelectuales. Estaba agitado, hiperactivo, ya no se concentraba como antes y los extraordinarios resultados caían en picado.
En casa, las estereotipias arreciaban y privarle de su maquinita de videojuegos era al precio de la furia y la desesperación. En el colegio se quejaban de su comportamiento y aunque los profesores seguían reconociendo sus extraordinarias dotes, la situación se tornaba insostenible con quejas, amenazas y amonestaciones.
En sus sesiones fue desgranando sus múltiples intereses. También exploraba las fallas del sistema educativo, su irracionalidad, deplorando los caprichos de los adultos. Con lucidez detectaba en ellos los signos de lo que Lacan calificó su “adulteración”. El don de la palabra en el marco de las sesiones se tradujo en la mejora de su comportamiento en clase y en una notable pacificación. Con frecuencia me reunía con sus padres, especialmente con su padre, principal referente de Germán, escéptico y disgustado por la insensatez de una mente tan brillante. Creía que, igual que sus padres, estudiantes brillantísimos, su hijo debía pasar sin mácula por la vida académica. Pensaba que si no lo conseguía era debido a alguna falla en la sinapsis, o a su falta de esfuerzo. Poco a poco fue cambiando la mirada vigilante, escrutadora de los padres que se volvieron más tolerantes y tranquilos.
Entretanto, Germán obtuvo un espacio opaco a la mirada de sus padres, un territorio íntimo que ellos aprendieron a respetar, admitiendo ciertas mentirijillas, haciendo la vista gorda frente a “cosas de chavales”. Cuando comprendieron la razón de su falta de atención en clase advino la convicción de que estábamos en la buena vía: Germán “desconectaba” porque las lecciones no eran estimulantes. Intentaba por todos los medios quedarse quieto pero no lo conseguía, entonces su angustia crecía y surgían movimientos para calmarse. Este descubrimiento marcó un antes y un después: la falla no recaía sobre su hijo sino en la evaluación de la clase que no contemplaba su excepcionalidad, sino que, al contrario, la repudiaba. El resultado del cambio de perspectiva de un trabajo en el que participaron los adultos implicados fue que la vida familiar y escolar se fue normalizando, eso sí, a partir del reconocimiento y el respeto de la particularidad de Germán. En estos momentos están elaborando juntos el diseño de un futuro universitario a la altura de su talento fuera de lo común.
Freud nos ha enseñado que debemos ser muy cuidadosos con la acusación y revelación de las mentiras infantiles puesto que ellas tienen su origen en “enérgicos motivos del alma infantil”. Lacan, en la misma línea, nos enseñó que cuando el niño dice el perro hace “miau” y el gato “guau” inicia el uso de la metáfora. De ahí su disgusto ante la corrección pedagógica por parte de los adultos: no se trata de un error, al pequeño le produce regocijo usar las palabras más allá de su sentido comúnmente aceptado. Freud llamó a este goce de las palabras, principio del placer. Gracias a este uso del lenguaje aprendemos a escondernos, a no ser transparentes, a tener un deseo incógnito: en el “mentir” respecto de la realidad radica la potencialidad creadora de las palabras, cuna de la poesía y de las invenciones.
Para una educación freudiana
En nuestro trabajo con los autistas, verificamos la alegría que trae consigo el restablecimiento del lazo entre padres e hijos, el gusto que conlleva el poder continuar con su labor simbólica de educación. En un momento dado ésta se ha interrumpido y los padres no consiguen realizar su función más elevada, la de atemperar en sus hijos el desamparo consustancial al ser humano. Este tiene dos aspectos, uno exterior, que determina la necesidad de alimento y cobijo y otro, “interior”, vinculado a las angustias que produce el parásito que introduce el lenguaje en el ser hablante: una tendencia incomprensible a la destrucción, a atacarnos nosotros mismos que Freud llamó pulsión de muerte. Y que contraviene el principio del placer, la vida. Más precisamente, la vida consiste en la lucha que cada uno de nosotros, humanos, hablantes, libra, contra esta tendencia, día tras día. Respecto a esta fuerza, tan íntima como ignota, lo que los padres pueden hacer es limitado. Sin embargo, en lo que consiguen hacer radica su fuerza moral y su transmisión: en ello cobran sentido los signos de amor, y en éstos se asienta la eficacia de la educación. Cuando esos signos no se perciben, y cuando, por no percibirse escasean, o enmudecen, un autismo afecta a la relación del niño con sus padres y la noble función educativa se interrumpe, se malogra.
El recorrido que hacemos con los padres que admiten manifestarse concernidos por estas dificultades se hace posible por el derecho que conceden a sus hijos a poder engañarles un poco, el derecho que les otorgan a esconderse, a no ser transparentes. Y ello en la medida en que aceptan, en lo íntimo de ellos mismos, una zona opaca a la mirada de la evaluación, no evidente, que Freud llamó inconsciente y cuyo reconocimiento nos cambia la vida, que se vuelve entonces más humilde y humana, pero también, más eficaz e interesante.