En noviembre 8 de 2015, la revista Semana publicó una entrevista titulada: «Colombia podría estar sufriendo de una ansiedad severa», que en su versión digital se llama «Así quedó psicológicamente Colombia después del conflicto». Se trata de una conversación con dos personalidades: Steven Pinker, canadiense, lingüista, experto en ciencias cognitivas, catalogado por la revista Time como uno de los 100 intelectuales más influyentes del mundo. Y David Barlow, estadounidense, psicólogo experimental, fundador del Centro de estudios de ansiedad y trastornos relacionados, de la Universidad de Boston.
La revista no ahorra calificativos: los considera «mentes brillantes de la investigación del trauma sobre los efectos de la violencia y cómo asumir el posconflicto»; y juzga que pocas veces el país había recibido a dos psicólogos tan ilustres. Esta pequeña inconsistencia de llamarlos ‘psicólogos’ a ambos, pese a haber dicho que sólo uno de ellos lo es, se relaciona con la ponderación de la psicología frente a la lingüística, en la que Pinker es profesional, y frente a las “ciencias cognitivas”, en las cuales se lo nombra como “experto”. Ahora bien, ‘experto’ es sinónimo de ‘contratista’, no indica necesariamente que esa persona tenga una posición importante en un campo de investigación o en una disciplina teórica.
Acá es importante distinguir entre, de un lado, los conceptos producidos en un campo conceptual, que, en consecuencia, tienen restricciones de aplicación; y, de otro lado, las nociones desagregadas del campo al que pertenecen, y transportadas a otro ámbito donde no tienen restricciones conceptuales o de aplicación, donde están modificadas por intereses de otra índole. De este segundo caso, el género de una pretendida divulgación científica es un ejemplo típico, pues posiciona cosas como la «ciencia de las parejas felices», según reza el título del libro de una psicóloga norteamericana .
Los expertos de la entrevista vinieron a Colombia invitados por la Universidad de los Andes que, si les paga a dos vedettes internacionales, es para obtener algo. De hecho, va a crear el Centro de salud emocional que, desde ya, anuncia «atención emocional a las víctimas del conflicto armado». Se trata, entonces, de marketing en el que hasta el presidente de la república trabaja —ad honorem—, pues las celebridades en mención fueron a la Casa de Nariño a conversar con él. Desde ya, entonces, antes de comenzar a funcionar, el nuevo Centro de salud emocional tiene casi asegurada la contratación, pues tiene el aval implícito del mismísimo presidente de la república. Semana también publicita desde ya la futura fuente de ingresos para la Universidad de los Andes; claro que, en su caso, la labor no es gratuita, pues con esta entrevista llena páginas y cobra por la pauta publicitaria, no importa con qué llene las páginas, con tal de que manejen una jerga noticiosa. Ya sabemos quién obtendrá jugosos contratos de esta nueva forma de inversión social llamada «atención emocional a las víctimas del conflicto armado», eufemismo para hablar de una de las formas rentables del goce con el dolor ajeno.
Y, ¿cuáles son las víctimas? Los títulos de la entrevista son elocuentes: «Colombia podría estar sufriendo de una ansiedad severa» y «Así quedó psicológicamente Colombia después del conflicto». O sea, ¡toda Colombia es la víctima!, ¡toda ella está —«así quedó», dice el título— angustiada! ¡Todos somos clientes obligados del nuevo Centro de salud emocional! Y, además, se promete la mejor atención: ¿acaso no vino a fundarlo uno de los 100 intelectuales más influyentes del mundo?, ¿acaso no los entrevistó la revista más leída del país?, ¿acaso no hablaron con el Presidente?… ¿puede alguien presentar una mejor recomendación para obtener un trabajo?
“Salud emocional” es un rubro más o menos nuevo; o sea: no se habían combinado de forma convincente esas dos palabras para explotarlas económicamente. Es un nuevo compañero de la “salud mental”. Atención: si usted tiene buena salud mental, no está garantizado que tenga buena salud emocional. Puede no estar muy loco y, sin embargo, puede estar estresado, traumatizado, deprimido por esos sucesos inesperados de la vida. Mientras la llamada “salud mental” estaba más atada a asuntos de largo alcance (por ejemplo, supuestas predisposiciones genéticas en la esquizofrenia), la llamada “salud emocional” está más ligada a las contingencias de la vida, con lo que consigue una mayor clientela potencial.
Y ambas “saludes” comparten un imperativo: es para todos. Por eso, es Colombia-toda la que está emocionalmente enferma. Además, está el presupuesto de que la salud emocional es enseñable. Si todo el mundo cree eso, el llamado post-conflicto es un negocio inmenso: a cada uno, más allá de su relación con el conflicto, más allá de si vive en el campo o en la ciudad, de si es joven o antiguo, amarillo o verde… no le hace daño un monto de aprendizaje emocional. Incluso: si no para curarse, al menos para ayudar a curar a otros… no hay escapatoria, todos somos clientes del nuevo Centro de salud emocional. A quienes se nieguen, podemos acusarlos de rechazar la imprescindible reconciliación entre los colombianos que se viene una vez cese el conflicto.
No es pertinente preguntar si alguna teoría rigurosa permite sostener tales ideas, pues no se trata de algo teórico, sino de negocios, ideados en ese campo en el que se toman conceptos de aquí y de allá y se los mezcla a conveniencia, unas veces de una manera, otras veces de manera distinta, para producir la fórmula ecléctica del momento. Para el gobierno es un descanso: la complejidad de nuestra historia, la heterogeneidad de los efectos, todo lo que se vendrá por cuenta del acuerdo de paz… ahora tiene un nombre, puede acotarse de manera aparentemente precisa; ya hay a quién darle la plata a manos llenas, así toque mirar hacia otro lado.
Aclaremos la ambigüedad del término ‘ansiedad’, usado en la entrevista. Es la traducción más literal de la palabra que los entrevistados tienen entre manos, que más bien deberíamos traducir como ‘angustia’. Agreguémosle los “trastornos relacionados”, pues Barlow fundó, en la Universidad de Boston, el Centro de estudios de ansiedad y trastornos relacionados. Claro, pues los “trastornos” es de lo que hoy habla el Manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales (DSM), de la Asociación de psiquiatras de los Estados Unidos. La psiquiatría ya no tiene la forma de trabajo que la caracterizó en sus orígenes. En este momento, la investigación se hace en otro campo —el de las neurociencias— y de allí pasa a los laboratorios farmacéuticos. A los psiquiatras ahora sólo les queda recetar medicamentos, con base en diagnósticos estadísticos que pueden hacerse con tres meses de capacitación.
La inconsistencia clasificatoria es palmaria. Al lado del “trastorno bipolar” (que reemplaza a la esquizofrenia), está el “trastorno de arrancarse el pelo”. La dificultad concomitante a la comprensión… ahora se llama “trastorno del desarrollo intelectual” (leve, moderado, grave o profundo). Si uno no duerme, tiene “Trastorno de insomnio”; si duerme mucho, tiene “Trastorno de hipersomnia”. Veamos lo que dice el médico Allen Frances, Jefe de Grupo de Tareas de la versión anterior del Manual , sobre la nueva versión: el concepto de “trastorno mental” que maneja es indeterminado; incrementa el número de trastornos; hace diagnósticos de sentido común, atados al marketing farmacéutico; establece umbrales bajos, de manera que todo el mundo queda diagnosticado; crea decenas de millones de pacientes, excesivos tratamientos masivos con medicamentos innecesarios, caros y dañinos; muchas variantes normales quedan consideradas como enfermedad mental.
Ahora veamos lo que dice en relación con el nuevo «síndrome de riesgo de psicosis». Según Frances, la tasa de falsos positivos aumentará hasta un 75%, para beneficio de las compañías farmacéuticas; adolescentes y jóvenes recibirán una prescripción de antipsicóticos atípicos que a) no previenen episodios psicóticos; b) aumentan el peso, reducen la expectativa de vida y producen otros efectos colaterales y estigmas; y c) son muy costosos.
El Manual amontona síntomas a los que posteriormente da nombres, con el fin —según el artículo correspondiente en wikipedia— «de que los clínicos y los investigadores de las ciencias de la salud puedan diagnosticar, estudiar e intercambiar información y tratar los distintos trastornos mentales». Es decir, no estamos ante un campo científico, sino ante el conjunto heterogéneo de profesionales de la ‘salud’, asunto que nunca ha sido objeto de una ciencia, como sostenía Georges Canguilhem .
No se busca hacer consistir un campo teórico, sino, al contrario, hacer caber a todos los implicados. Y eso se logra reduciendo el rigor en la definición del conjunto. El Manual se jacta, de un lado, de ser “descriptivo”, aunque los datos perceptivos están cribados por la estadística, usada a conveniencia, no siguiendo el rigor matemático que le es propio en su campo. Y, de otro lado, de no «adscribirse a una teoría o corriente específica dentro de la psicología o de la psiquiatría». Con esta pretensión, se aparenta estar por encima de las diferencias. Esto, en el campo teórico, es un exabrupto; pero, por fuera de él, parece políticamente correcto.
Entonces, nos las tendremos que ver con “síndromes” y “trastornos” que son, sencillamente la muestra fehaciente de la falta de rigor, la falta de punto de basta del furor clasificatorio, la falta de vergüenza frente a la avidez de la industria farmacéutica.
En los campos disciplinares, las clasificaciones explicitan sus criterios y —en la medida de lo posible y no sin la recurrencia propia del saber que rehace sus productos cuando es necesario— pretenden crear clases excluyentes, tratar de agotar el universo, atender a la parte residual de la clasificación… Acá, en cambio, el objetivo es multiplicar las clases en función de la cantidad de medicamentos que se produzcan. No olvidemos que el “Trastorno por déficit de atención con hiperactividad” [TDAH] se atiende con Ritalina y que las ventas de este medicamento equivalen al producto interno bruto de 52 países… pese a que el psiquiatra que lo “descubrió”, confesó antes de morir que era una enfermedad ficticia y que lo que debería hacer un psiquiatra infantil es tratar de determinar las razones psicosociales que pueden producir problemas de conducta .
En la entrevista escucharemos, entonces, nociones que no requieren estudiar mucho, sino simplemente leer prensa, ver televisión e ir al médico cuando estemos tristes. Por ejemplo, la revista dice que la violencia «acaba con la empatía de una sociedad», donde “empatía de una sociedad” es lo que a uno se le ocurra, con tal de que crea que es algo.
El entrevistador pregunta cómo está, emocionalmente, la sociedad hoy en el planeta, como si ‘emocionalmente’ significara algo, y como si la humanidad tuviera que estar hoy de una manera distinta, desconocida para nosotros, justamente para que estos personajes nos iluminen. Ahora bien, ¿acaso la condición humana es distinta hoy que ayer? No decimos que los acontecimientos actuales sean idénticos a los de antaño, pero sí es necesario discriminar entre lo necesario (propio de la condición humana) y lo contingente (como la historicidad de las instituciones y los acontecimientos). Si Barlow responde a la pregunta es porque se siente concernido en esa falta de claridad que constituye su campo de acción, su escena de negocios (no en vano, agregó la palabra ‘trastornos’ a su centro de estudios en la Universidad de Boston, pues el DSM actual es un listado interminable de ‘trastornos’). Entonces, responde: «La ansiedad está en aumento. Y junto a esta, la depresión y el estrés de la vida moderna están teniendo efectos nocivos en la gente». Frase de cajón, frase cotidiana… ¿o acaso no cree todo el mundo que la vida moderna nos produce efectos negativos? Dicho hace cien años o dicho hoy, da lo mismo, de ahí la expresión todo tiempo pasado fue mejor.
Ahora bien, no por diseminada semejante creencia, vamos a considerarla explicativa de algo, en atención a que si el río suena, piedras trae. Lo que tiene de verdad —dado que es una frase trans-histórica— es que el sujeto, de un lado, siempre está un tanto extrañado en su presente (cada uno de nosotros es una excepción a la regla, dice Miller); y, de otro, siempre está presto a culpar a otros.
Ya vamos juntando palabras: ansiedad, depresión, estrés… necesitamos un Centro de estudios de ansiedad y trastornos relacionados, y como todos no podemos ir a Boston, tenemos la opción del Centro de salud emocional de la Universidad de los Andes, en Bogotá. Igual, en ambos casos vamos a tener a nuestra disposición un refrito de las teorías conductistas, más la milenaria sugestión como procedimiento terapéutico… todo adobado con palabras de moda.
Y, ¿cómo logra Barlow hacer ese diagnóstico que podría obtener cualquier vecino? «Hablando con la gente», responde, «porque la ansiedad siempre tiene una cara». Claro, hablando con la gente se aprenden cosas, no obstante también le retorna a uno el sentido común. De hablar con la gente se nutre la “investigación” que —como dice el lema— llena los anaqueles, o sea, que no sirve para nada.
Ahora bien, ¿no es la forma como se interpela, la que le hace decir cosas a la gente? Es tan importante esto, que Freud tuvo que inventar un dispositivo inédito para “hablar con la gente”, pues los que ya habían sido inventados, y que en la historia de un par de milenios habíamos usado, no servían para conocer cabalmente cómo se inserta la gente entre la otra gente, cómo se las arregla para vivir, qué lugar para sus representaciones, cómo hace para elegir sus objetos de satisfacción, cómo se satisface… Freud no empezó simplemente a “hablar con la gente”, sino a hablar de una manera que hizo posible esa dimensión subjetiva, que queda excluida en las conversaciones como las que entabla Barlow que, como veremos, son más bien “pedagógicas”.
«Las personas hoy se sienten incapaces de disfrutar la vida y andan preocupadas por el futuro —continúa—. Esto afecta la familia, la productividad y la capacidad de disfrutar. La ansiedad se ha vuelto un problema para la comunidad».
Señor Barlow, ¿y cuándo las personas se han ubicado meramente en función de disfrutar la vida? ¿No es eso algo que oscila a lo largo de la existencia? ¿No hay en la idea de “disfrutar la vida” muchas modalidades? ¿Acaso no disfruta la vida el alcohólico?; sí y no —habría que responder—, con lo cual se enreda todo y, entonces, tocaría definir un panorama más complejo. De otro lado, ¿cuándo las personas no han estado preocupadas por el futuro? ¿No está el tiempo atado a la condición humana? (tu materia es el tiempo, el incesante | tiempo, eres cada solitario instante, escribe Borges).
Según Barlow, el problema para la comunidad comienza cuando se afecta la productividad (lo otro sucede de puertas para adentro). Por eso pudieron hablar con el presidente, pues ya está establecido que el conflicto cuesta 12 billones al año y que, si se conquista la paz, el PIB crecería un 2%.
Hay que hacer que la gente circule, plantea Jacques-Alain Miller , a manera de resumen de la idea de ‘salud mental’. Si todo el mundo circula, no hay problema. El problema es que hay unos que, de pronto, se quedan quietos y generan embotellamiento. Parece ser que la circulación de las mercancías es concomitante con lo que llaman “el disfrute de la vida”. Estamos hablando no de sujetos, sino de individuos cuya especificidad es el consumo.
Luego, el periodista pregunta si hay correlación entre angustia y sociedades que han sufrido violencia. “Correlación”… acá el periodista toma la pregunta de los entrevistados mismos. Se busca la asociación estadística. Hoy nada adquiere verosimilitud si no pasa por los números. No se trata de si la angustia de la persona X tiene que ver —y cómo— con el hecho de haber estado involucrada de alguna manera en hechos de violencia; sino, más bien, de si los datos de la variable ‘emociones’ (expresada en cifras) están correlacionados estadísticamente con los datos de la variable ‘hechos de violencia’ (también expresada en cifras). Ahora bien, cuando se usa la estadística por fuera de su campo, aparecen asuntos como los cuatro siguientes:
1. Según los matemáticos, el aumento de los datos, hace cada vez más posible la correlación. En otras palabras, levantamos tanta información que hacemos inútil la búsqueda de correlaciones, aunque para el uso político conserva su eficacia.
2. Lo que se pueda afirmar del conjunto de los datos no es necesariamente válido para los subconjuntos colapsados. Así, una correlación positiva encontrada para el conjunto —ejemplo: vivir hechos de violencia está asociado a la emergencia de la angustia—, no indica que eso sea válido para algún subconjunto de datos (las personas de cierta edad, sexo, región, etc.). Incluso podría no ser válido para ningún subconjunto y, sin embargo, ser válido para la totalidad de datos. Esa curiosidad estadística —llamada paradoja de Simpson— implica que no podemos acercarnos a la verdad por la vía de la desagregación, ni por la vía de la aglomeración. Al desagregar, vamos llegando al nivel en el que no se necesita la estadística y, al agregar, no obtenemos noticia de la especificidad.
3. La estadística busca correlacionar variables justificadas por el campo que las suministra (la estadística no tiene datos propios) y que autoriza a poner esos dos asuntos en contacto. Se puede encontrar correlación entre asuntos disímiles (como la comprobada entre cigüeñas y nacimientos), pero hay que desautorizarla teóricamente. Es decir, hay que saber para tomar esa medida, y no tomarla para después tratar de saber, que es el procedimiento seguido generalmente por la política.
4. La correlación estadística en realidad sólo es la negación de la hipótesis de no correlación. No se trata de causalidad. Ahora bien, la política que encarga el procedimiento estadístico no puede aseverar que lo obtenido es apenas una posibilidad, sino que afirma que se trata de necesidad. Donde las matemáticas dicen: ahí hay un punto que valdría la pena investigar con conceptos propios del campo (y no con estadísticas), la política dice esto causa aquello. Es el caso de “La violencia produce ansiedad”, sostenida por los entrevistados.
Así, a la pregunta por la correlación —que no puede ser sino estadística—, Pinker contesta con términos numéricos «el incremento de la ansiedad ha sido medido en Estados Unidos»; y habla de «la curva de ansiedad nacional». Al punto, acude Barlow y corrobora lo que venimos de plantear: «Para mí está claro que cuando una sociedad se siente amenazada por la violencia, la ansiedad aumenta». Como eso lo puede proclamar cualquiera que oiga noticieros, tal vez acá se sienta uno —lector medio— como un importante psicólogo, pues siempre ha pensado lo mismo. Y agrega Barlow: «Lo dicen los estudios». No pregunten qué tipo de estudios, pues ya están refrendados por quien habla. Con seguridad son del tipo de estas aplicaciones acomodaticias de la estadística, que no valen en el campo de la investigación seria. Y proporciona un ejemplo: en Estados Unidos, las fobias, en realidad, son ansiedad. No dijo qué era ‘fobia’, ni cómo se había diagnosticado, sino que en realidad aquello era ansiedad… ¡pero tampoco dice qué es ‘ansiedad’, ni cómo se hace el diagnóstico respectivo! Cambia una marca por otra. Es una cuestión de marketing. Hoy se vende más si usamos la palabra ‘ansiedad’, que si usamos la palabra ‘fobia’, un tanto demodé.
Y, gracias a una pregunta del entrevistador, Barlow hace una comparación con Colombia, autorizado en que llevaba un par de días aquí. Olvida su respuesta de que se diagnostica hablando con la gente y se lanza a elucubrar: «Colombia ha sufrido algo parecido. Acá la gente se ha sentido y quizá todavía se siente amenazada por la violencia. Y esa violencia ha sido impredecible. En otras palabras, no se sabe cuándo, ni dónde va a darse, y a veces tampoco se sabe quién será el perpetrador. Esa es la fórmula perfecta para una ansiedad severa en una sociedad». Este es el día a día de los periodistas sobre la guerra no-convencional (o no-regular)… pero dicho por un experto, que cobra más, púes está realizando lo que el jefe del grupo de tareas del DSM-IV había pronosticado: la elevación de la variabilidad singular a síntoma social.
El presidente, que los promueve, se mostró interesado, según revela Pinker «en un sinnúmero de cosas y muy comprometido con el proceso de paz». O sea: tú me ayudas, yo te ayudo. Como parte de ese sinnúmero de cosas, el presidente quería saber de ellos «qué tipo de procedimientos podrían aplicarse en el país para comenzar a curar emocionalmente a una sociedad devastada por más de 50 años de guerra». No importa si lo dijo el presidente, pues lo puede haber dicho cualquiera y tiene todos los ingredientes que necesitan y a los que responderá la nueva institución: demanda procedimientos, que produzcan una cura emocional en el objeto terapéutico denominado “sociedad devastada por la guerra”. O sea:
1. Hay un paciente colectivo; mientras menos singularidades haya, mejor, para hacer un solo contrato.
2. Hay que aplicar un procedimiento. Es decir, el asunto es instrumental; nada que concierna a una historia social, política, cultural, subjetiva… sino un instrumento que compone la pequeña parte dañada. Tampoco hay estructura: a lo que ya tenemos, aplicar el buen instrumento.
3. Y el resultado es una cura emocional. El punto al cual debe aplicarse el buen instrumento ya tiene un nombre, que presupone los dos pasos anteriores. Y lo que ha de producirse en ese punto es una cura. Aquello que aqueja, desaparecerá. No se trata de una condición que sigue ahí y que puede ser tramitada de otra manera… sino de una ruedecilla que se arregla y todo vuelve a estar bien.
Así se expresan algunos de los sueños de la política de salud emocional, maneras de evadir la pregunta de cómo es posible que hagamos lazo social. Parte de esas idealizaciones es exhibida por Barlow en una de sus respuestas: «Las emociones suelen ser algo bueno pues nos ayudan a vivir». No obstante, si las emociones siempre produjeran eso, los expertos en mención habrían tenido que dedicarse a algo decente, por lo tanto, a continuación viene la adversativa: «Pero bajo condiciones como las que ustedes vivieron, las emociones se salieron de control. Los efectos pueden ser perjudiciales, pueden incluso transformar el funcionamiento del cerebro».
¡Desde los ideales hasta el cerebro, sin escalas! En un negocio en el que no hay que entender ni explicar, sino saber vender el producto, hecho de palabras no inofensivas, no hay necesidad de explicar cómo se transita entre objetos de naturaleza tan distinta. Y como la revista le preguntara cómo, el experto contesta: «Haciendo que el ser humano pierda la capacidad de empatizar». O sea, las emociones han de estar bajo control… no explica qué es eso, de dónde viene el imperativo de control, ni cómo es posible lograrlo, ni cómo las emociones se salen de ese redil; además, que aquello no vaya como debe ser, es perjudicial, al punto que ¡puede transformar el funcionamiento del cerebro!… no explica en qué sentido son perjudiciales, ni cómo eso puede transformar el cerebro… ¿cómo está hecho para dejarse dañar por una salida del redil de las emociones? No queda más que pedir ayuda a los expertos, no vaya a ser que ya no estemos para un tratamiento emocional, sino para una lobotomía.
Volvamos al punto: ¿cómo se puede afectar el cerebro? ¡Perdiendo la capacidad de empatizar! Ahora resulta que empatizar es una función del cerebro. ¿Sabrán de neurología o están a la moda con los que dicen que el cerebro es el que decide y que el amor es química? . Ahí tenemos a los psicólogos parloteando sobre lo que no saben, de una manera que todos reconocemos y que, por lo tanto, nos parece evidente, natural.
Pinker no se podía quedar atrás con las cifras: Colombia es un país inusual, pues «tiene tasas de violencia mucho más altas de lo que uno esperaría si mira el nivel de desarrollo». Otra vez las correlaciones. No importa la historia: al nivel de desarrollo X, le corresponde una tasa Y de violencia; si es mayor, hay que esforzarse en reducirla, no por la violencia misma, sino para adecuar las cifras a la norma; si es menor, hay que salir a agredir a unos cuantos.
El entrevistador pregunta cuál es el tratamiento correcto para los traumas —ojo: no para las personas— que dejan hechos como haber visto masacres, haber presenciado la violación o el asesinato de los suyos. Barlow responde: «Cuando alguien ha estado expuesto a la violencia extrema, el impacto emocional es fuerte». Esta respuesta brilla por su sabiduría… popular. Claro que la situación no es irreversible, porque entonces no habría lugar para nuestros expertos: «Por fortuna —agrega—, desde la psicología en años recientes hemos desarrollado procedimientos para tratar esas emociones intensas, comúnmente acompañadas de sentimientos de amenaza, culpa y vergüenza». ¿Qué hacen, concretamente?, pregunta el periodista con verdadera curiosidad. Y Barlow responde:
«La gente que tiene esos traumas tiende a querer evadir cualquier emoción, incluso las buenas. Así, pierde la capacidad de manejar sus emociones. Entonces, lo primero es ayudarles a volver a aceptarlas. Luego miramos lo que piensan cuando sienten emociones: las ideas que surgen, las atribuciones que hacen. Y lo típico es que al principio todo lo que piensan es negativo. La meta es enseñarles a volver a vivir con sus sentimientos y a ver el mundo con nuevos ojos».
Es decir, la ya conocida sugestión, basada en ideales de la época. Recordemos que Freud renunció a la sugestión —vía hipnosis—, cuando entendió que era un mecanismo que pretendía pasar por encima del sujeto . Según Barlow, hay buenas y malas emociones… o sea, la estructura superficial del drama, no la de la subjetividad. Además, el asunto con las emociones es de saber o no saber manejarlas… lo que, por supuesto, le abre la puerta al que sabe más, al experto; así, todo se reduce a enseñar a manejar emociones, a ayudar a volver a aceptarlas. En últimas, los sujetos que deben someterse a esta terapia son tontos y tercos, además de ingenuos y dóciles: se creen las simplezas de los terapeutas y se dejan gobernar por ellos. Ahora bien, con semejante materia tan débil, ¿no podría venir otro experto y convencernos de lo contrario? Según estos fundamentos, ¿qué lo impediría? La meta, según dicen, es enseñar a volver a vivir con sus sentimientos y a ver el mundo con nuevos ojos… O sea, que sólo tenemos sentimientos y una debilidad que hace que los juzguemos mal en ocasiones como la de la violencia. Y cuando, gracias a esa debilidad nos sugestionan para creer en idealizaciones, entonces vemos el mundo con otros ojos, sí: los del terapeuta, es decir, los del sentido común.
Pinker ve que Colombia viene trabajando hacia el posconflicto, conforme al patrón internacional. Según los estudios, lo recomendado para que la guerra civil no retorne es enjuiciar a los peores violadores de derechos humanos, conceder amnistías selectivas e implementar reparación. Hay un supuesto saber —los estudios— que tiene la precariedad de cualquier caso, pues es la consolidación de ensayos aquí y allá. Andando a trompicones, cada uno cree que el otro sabe cuál es el camino. De nada sirve que las diferencias sean abismales, que los casos hayan retornado… el asunto es obrar como si se supiera, refiriéndose a estudios, haciendo contabilidades y promedios. Acá nos quieren vender que ya hay una postconflictología, sin cuyos expertos no podemos asumir un postconflico.
Por eso, el periodista anima a Pinker, recordándole su renombrada “teoría” sobre la reducción histórica de la violencia. Por supuesto, no hay ninguna teoría en juego, sino mera contabilidad que compara el crecimiento de la población con el número de muertes en cada época. No obstante, con todo y semejante “ley”, según su mismo autor «ninguna sociedad ha llegado a un punto en que la violencia haya desaparecido». Pero si de números se trata, ¿por qué la curva de reducción sería asintótica? O, peor: ¿por qué se detiene antes del cero? Es más, agrega el experto, «la violencia puede resurgir, como sucedió en varios países occidentales en los años sesenta». ¡Ah!, entonces hay algo no explicado. Y, aunque sus fluctuaciones hayan sido contabilizadas, no ha sido explicado.
¿Qué hacer?, clama con desespero el entrevistador. «Colombia debe aprender de otros», basarse en varios casos, entona Pinker. De nuevo, no es necesario preguntarse por la singularidad, sino inscribirse en la clase ya existente. Y pone el ejemplo de Ruanda que, según la explicación, nada tiene que ver con Colombia: división étnica, genocidio, pobreza extrema, ausencia de democracia y de instituciones fuertes. ¿Para qué, entonces, el ejemplo? Para decir que se sabe. Es el saber el que debe guiar el proceso. Un saber de cifras, de consolidación de políticos firmando una y otra vez, obteniendo premios de paz, mientras las balas siguen zumbando allí de donde salieron después de su usufructo.
Según Barlow, los encuentros periodísticos (de reality, de show) entre víctimas y victimarios, “humanizan”. Ahí ya no funciona el paciente colectivo, sino que el caso particular —la hija del expresidente Turbay con el jefe de sicarios del cartel de Medellín— produce mágicamente un efecto colectivo. Váyase a saber cómo. ¿También por sugestión? Y se puede ir más allá de esa humanización «cuando los transgresores llegan a disculparse, a sincerarse y a mostrar arrepentimiento. Ahí surge el perdón, que es un mecanismo emocional de liberación propio del ser humano». En una sociedad donde los diques se reducen, donde nadie se divide ante el otro, ¿de qué arrepentimiento se habla? ¿No valdría diferenciar entre el decir políticamente correcto y el pudor? El ejemplo lo tenemos por arriba: un presidente dijo que se hacía responsable si su funcionario del DAS era encontrado culpable. Efectivamente, fue condenado. Y el hoy expresidente no se hizo responsable. Tal vez lo importante era decirlo en su momento, no asumirlo. Y no siente pudor, y quienes le ponen micrófonos en la boca y lo enfocan con una cámara no se lo reclaman. Y si lo hicieran, el cinismo vendría al punto.
Pinker tercia con una justificación al paramilitarismo: «En la ausencia de una fuerza policial y de un Estado de derecho… la venganza es protección». El experto internacional viene a justificar los hechos, con los mismos argumentos de los paramilitares: como no había presencia del Estado… Según el experto —ya no digamos en postconflicto sino en pro-conflicto—, el sujeto no tiene más que esperar a que no haya representante de la ley para desmandarse. Es la misma teoría que dominaba sobre las masas cuando Freud escribió sobre el tema . Y Freud explicó muy bien que la masa no era una unidad de análisis, que era reductible a la decisión de cada sujeto que —por decirlo brevemente— prefiere que el otro decida por él y luego, obedecer. Cuando, en el conflicto colombiano, unos y otros enarbolan la idea de la falta del Estado, sabemos que sólo justifican sus desmanes, pues éstos nunca se han limitado a recomponer esa instancia faltante.
Para Pinker, es importante no ver venganza y perdón como mitologías o enfermedades, «sino como algo que cumple una función y que nos ayuda a adaptarnos al mundo». Todavía hablando de adaptación. Raro, porque Pinker es lingüista y el lenguaje humano nada tiene de adaptación; es todo lo contrario de la adaptación, pues mientras los códigos de señales animales son unívocos y monosémicos, el lenguaje humano carece de referente. La ciencia cognitiva que Pinker sabe está al servicio de otra cosa. Veámoslo: el perdón materializa una adaptación del mundo cuando el agresor da «señales creíbles de que ha cambiado su actitud, de que se arrepiente y de que quiere pagar un precio». Bueno, si así es, el perdón es imposible. Ya Freud señalaba el absurdo de un principio como el de “amar al prójimo” y, en consecuencia, no se fue por el mundo a asesorar instituciones para el buen cumplimiento de lo incumplible, sino que encontró la otra escala de aplicación de semejante chiste, allí donde sí se inserta en una lógica conceptual.
Pinker se contradice flagrantemente cuando sostiene —con el telón de fondo del caso Alemania— que «quien insiste en una justicia perfecta nunca alcanza la paz». ¿No se trata de algo estructural que nunca va a ceder y, por eso, no debemos esperar la justicia total? Pero, en la otra argumentación, consideraba posible un arrepentimiento verosímil, con muestras visibles.
Barlow cierra con broche de oro: el odio de los estadounidenses hacia los japoneses cedió cuando vieron que a los japoneses no les importaba lo que ellos sentían y que habían seguido con sus vidas. ¿Y no serían en los japoneses, que vivieron el impacto de dos bombas atómicas en su territorio, donde parecería justificable el odio? ¿Y no habían dicho que se necesitaban muestras de arrepentimiento por parte del agresor?, ¿acá no se trata de muestras de desdén? Pues bien, a eso lo llama perdón y lo ubica como factor de mejoramiento de la salud emocional.
Para concluir, digamos —con Canguilhem— que la salud no es un concepto científico, aunque no por ello es trivial, y que ninguna curación es un retorno. Digamos —con Miller— que la culpa no es una falla emocional, sino el pathos de la responsabilidad, y que el hombre, como tal, es un enfermo, por lo que la enfermedad mental está en nosotros desde el principio. Digamos —con Bourdieu— que entre la psiquiatría farmacéutica y la psicología ecléctica componen un campo de negocios en el que las nociones no tienen rigor alguno, pero que no sólo están al tanto de la terminología del DSM, sino que están dadas al consumo, donde los individuos del mercado tragan entero. Digamos —con Freud— que la clínica de la sugestión no es más que la imposición de ideales a sujetos que quieren evadir la responsabilidad, y que la clínica pedagógica se concentra en enseñar, como si alguien supiera y como si alguien quisiera aprender.