Por Victor Florián
Que los problemas de la democracia y la política, la cultura de la paz y el papel de la educación sean de interés común no es difícil advertirlo en este momento, pues sin lugar a dudas un examen de cifras y estadísticas podrá llevarnos al hundimiento en la perplejidad. ¡Defendamos la vida, hay que defender la vida!, son voces que no pueden pasar inadvertidas ante el fenómeno de la violencia objetivamente perceptible y, en cuanto tal, de múltiples dimensiones y efectos. Violencia que a lo largo de la historia del país se despliega en sus diferentes formas: intrafamiliar, sexual en niños y niñas, reclutamiento de niños y jóvenes, bullying escolar, crecimiento de desplazados del campo a la ciudad por el conflicto armado.
Nuestra Constitución colombiana de 1991, artículo 22, nos dice, sin rodeos, que “la paz es un derecho y un deber de obligatorio cumplimiento”. Afirmación bien sencilla como puede parecer, pero al mismo tiempo tan compleja cuando se la examina en sus alcances teóricos y en su realización práctica. Es un derecho fundamental y se exagera apenas al admitir que no se puede alcanzar con fórmulas mágicas y recetas publicitarias ni que depende solamente de la voluntad de un individuo o de un deseo colectivo. La paz no es un simple deseo y es preciso reconocer al menos en clave aristotélica que cuando se quiere ir primeramente al por qué, al conocimiento por las causas y a su pluralidad en una misma cosa o fenómeno, no basta detenernos en ellas teóricamente cuando creemos conocer. Sabemos que hay que generar empleo, emprender reformas y mejorar las condiciones de vida , que hay que ir más allá de ese discurso que perteneciendo a la esfera de la paz no sería más que un flatus vocis, un vacío de pensamiento o un pensamiento del vacío que le daría la razón a Mefistófeles cuando reconoce “que sería mejor que nada existiera… porque todo lo que existe es digno de ser destruido”, o a la sabiduría del viejo Sileno con su reveladora sentencia a la raza efímera y miserable de mortales (Nietzsche, Nacimiento de la tragedia).
Hoy día podemos preguntarnos qué fuerza es esa que tanto tiempo se ha mantenido tan activa en medio de nosotros como una característica que nos recuerda al soberano antiguo con su derecho de vida y muerte o forma del poder ejercido como “un derecho de captación”, especie de derivado de la patria potestad entre las familias romanas, derecho del padre para disponer de la vida de los hijos y de los súbditos, pero también de suprimirla. Tenemos claro que es un fenómeno que esculpe nuestro panorama social a tal punto que hemos olvidado que constituye no algo reciente, sino permanente en nuestra historia, quizás ahora con una mayor diversificación y demarcación de “zonas de miedo”.
“La corta vida de Carlos”, se lee, es una nota periodística complementaria a la información sobre el asesinato de un joven de 14 años, que cursaba noveno grado, cantaba rancheras y por esto aspiraba a llegar a ser mariachi (El Tiempo, 3 de octubre de 2013). Podríamos continuar con otra información todavía más dramática y escandalosa que afecta nuestra existencia cotidiana porque involucra entre los victimarios de la violencia sexual a un familiar (39 por ciento), a un conocido (9 por ciento), a un amigo de la casa (9 por ciento), a un vecino ( 8 por ciento). En otro caso, luego de que el presunto asesino de un niño de cinco años fuera enviado a la cárcel, hay el contraste más desconcertante del “pido perdón” como si la fórmula ritual del perdón contribuyera a borrar lo que en sí es imperdonable.
“La guerra y el valor han hecho cosas más grandes que el amor al prójimo” declara Nietzsche al proponer y proclamar el superhombre y , por consiguiente, al hombre de una nueva cultura. El hombre creador, inventor, en posesión de la voluntad creadora y liberado ya de ideales trascendentes como Dios, la moral, sustituye los valores tradicionales por sus contrarios: el amor al prójimo por el amor a lo más lejano, la humildad por el orgullo, la paz por la guerra. Pero lo que se juega en esa sustitución es una inversión en la manera de evaluar y de valorar y, por tanto, una fidelidad permanente a la vida. Las armas es una verdad de Perogrullo, no engendran vida, eso lo sabemos.
El tema, el vocabulario, el miedo, siguen apoderándose de las mentes de todos. Es en este contexto como vemos aparecer un mundo diferente de zonas por las que da miedo caminar. Son nueve sectores en Bogotá llamados “zonas de miedo” por los riesgos que implican transitar por ellos y ser víctima de algún delito.
Esta breve reflexión sobre los índices de la violencia sin ninguna pretensión de diagnóstico deja suficiente claridad sobre dos fenómenos que llaman la atención y por esto mismo son preocupantes para las instituciones de gobierno, salud, educación, la Dirección de Seguridad y el ICBF en la perspectiva de poner término a todo aquello que está causando sufrimiento y dolor. En segundo lugar, el maltrato infantil, el abuso sexual seguido del asesinato de la víctima, la vulneración contra niñas y adolescentes en embarazos tempranos requieren acciones inmediatas que garanticen el derecho a vivir y desarrollarse dignamente.
Infantia en sus raíces latinas significa incapacidad de hablar. Giorgio Agamben emprende una interesante discusión a partir de la siguiente pregunta problemática: ¿existe algo que sea una in-fancia del hombre?. ¿ Cómo es posible la in-fancia en tanto que hecho humano? Y si es posible, ¿cuál es su lugar? La discusión es llevada a un plano lingüístico y circular por el cual infancia y lenguaje se remiten mutuamente, “la infancia es el origen del lenguaje y el lenguaje, el origen de la infancia”(p.66). Lo que distingue al hombre del animal no es la lengua en general, sino la diferencia entre lengua y habla, entre lo semiótico y lo semántico, sistema de signos y discurso, afirma. Ahí están la historia (pero no como proceso cronológico) y el hombre como ser histórico.